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viernes, 14 de agosto de 2015

PESIMISTAS CONGÉNITOS

No entiendo yo mucho eso de que algunas personas huyan de los pesimistas por considerarlos cenizos o portadores de mal augurio. Quizás, en el fondo, lo que busquen es huir de si mismos, porque creo sinceramente que el hombre es pesimista de nacimiento, por naturaleza, congénito.

¿En que me baso?. Os lo explico en las siguientes líneas.

Ya en la más tierna infancia el ser humano demuestra su pesimismo innato cuando en el patio del colegio, pregunta a los demás niños «¿cuántos cromos te faltan?» de una determinada colección. Digo yo, que de ser optimistas de nacimiento, preguntaríamos «¿cuantos cromos tienes?» y no cuantos te faltan, lo que demuestra que damos prioridad a la vertiente negativa de la cuestión

Lo mismo nos ocurre unos pocos años más tarde cuando ya somos conscientes de la importancia de las notas académicas y preguntamos a nuestros compañeros de clase «¿Cuantas has suspendido?» inclinándonos de nuevo por el lado negativo en lugar del positivo «¿Cuantas has aprobado?»

También desde pequeños preguntamos «¿cuanto cuesta?» algo que nos interesa. El verbo costar denota esfuerzo lo cual refleja que el valor de las cosas viene dado por el lado negativo que representa obtenerlas, que es el esfuerzo que hay que realizar para conseguirlas, y despreciamos el lado positivo que es el disfrute o satisfacción que se obtendría al disponer de esa cosa. De no ser negativos por naturaleza, como yo propugno, deberíamos preguntar «¿cuanto se disfruta?» con algo y no cuanto cuesta ese algo.

Cuando nos vamos haciendo mayores y nos pica el deseo por el sexo y lo hemos concretado en alguien en particular, mentalmente lo habitual es que nos digamos a nosotros mismos esa frase tan pesimista de «el no ya lo tienes» para animarnos, envalentonarnos y atrevernos a hacer la correspondiente proposición. A los que se dicen a sí mismos «es pan comido» (optimistas) la sociedad les tacha de fantasmas o creídos.

El lado negativo está presente siempre. Por ejemplo cuando se habla de sucesos, ya se les asocia por naturaleza el matiz negativo: los sucesos son siempre malos, aunque por su significado no debería ser así, pues por su etimología un suceso puede ser bueno, Este matiz  negativo que acompaña siempre a la palabra suceso, se ve complementado con el nombre más concreto que se les da: accidentes, catástrofes o desastres y luego por norma general se toma como magnitud, para medirlos o hacer un ranking, su gravedad (también matiz negativo) y para cuantificar esta (la gravedad), se contabiliza el número de muertos y/o heridos producidos. De no ser pesimistas congénitos, podríamos llamarles asépticamente sucesos y podríamos cuantificarlas al modo inverso, midiendo el número de personas vivas e ilesas que han producido. Por ejemplo, en el hundimiento del Titanic de ser optimistas, no hablaríamos de 1514 muertos si no de 710 vivos. Así, este hundimiento ocuparía un lugar muy distinto en el ránking de sucesos, pasando incluso de ser considerado uno de los peores acaecidos a uno de los mejores si se considerase solamente el número de supervivientes (optimismo puro y duro). Es la eterna cuestión de la botella medio llena o medio vacía, que en el caso del Titanic, por razones obvias, debería ser medio llena (por llenarse, se hundió, de estar vacío, no se hundiría)

En economía sigue muy presente nuestro «gen negativo» generalizado, pues por ejemplo se mide el número de parados en un momento dado y no el número de personas trabajando en ese mismo momento. Se mide la deuda pública o el déficit público en lugar de medir la inversión pública o los logros como sociedad. 

En medicina, en lugar de medir las personas salvadas por una vacuna o un medicamento concreto, se miden los muertos o contagios que causaba la enfermedad que cura esa vacuna o medicamento. Pesimismo puro y duro.


En la filosofía de vida de cada uno, individualmente y en el interior de cada cual, los retos y los cambios generalmente asustan o por lo menos intimidan, pues nadie se pone a dar saltos de alegría por tener que afrontar un reto.  No es más que el reflejo del negativismo que impera en el ser humano, porque, no olvidemos que al optimista que exterioriza y alardea de lo fácil o «chupao» que le va a resultar el reto o cambio en cuestión, rápidamente la sociedad lo tacha de pedante, chulo o fantasma. Lo cual demuestra que rechazamos al optimista insultándole y consideramos normal a quien es pesimista por los riesgos que propone el reto o cambio que hay que asumir, es decir, consideramos normal a un realista bien informado, que es la definición clásica de pesimista, mientras que al fantasma que lo vé «chupao» consideramos que aun pudiendo ser realista, no está suficientemente informado de las consecuencias y riesgos que acompañan al mencionado reto.

Y en este punto agrego algo, normalmente dedicamos más tiempo a buscar lo que nos falta para alcanzar algo que de disfrutar lo que hemos conseguido hasta ese momento. Es decir, dedicamos más tiempo a lo negativo, buscar algo que muy pocas veces es alcanzable, que a lo positivo, disfrutar de lo que ya hemos logrado. Y voy más allá: cuando nos paramos en lo que hemos logrado, casi siempre es más para preocuparnos en no perderlo que para disfrutarlo.


Por eso me pregunto ¿por qué escapamos de las personas pesimistas si todos somos pesimistas por naturaleza?. ¿Por qué creemos que escapando del pesimista, las cosas van a salir mejor, si cada uno de nostros es pesimista como acabo de demostrar?. Si escapamos de un pesimista, ¿No tendríamos que escapar de nosotros mismos? ¿ O de la sociedad que nos inculca el «gen negativo»?

Y ya puestos a ser prácticos, los pesimistas nunca se decepcionan. Como decía Thomas Hardy: «El pesimismo es un juego seguro. Siendo pesimista no puedes perder nunca, solo puedes ganar. Es el único punto de vista desde el que nunca te sentirás decepcionado». Quizás por esa comodidad frente a la decepción, el pesimismo sea congénito.



© FUNES 2015


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